Cuáles son nuestras fuentes de vida

El llamado de Cristo al amor

Hemos sido alcanzadas por el llamado de Cristo al amor. En la fuerza de ese llamado vivimos en medio del mundo. Cristo mismo ha suscitado en nuestros corazones el anhelo de responder a su llamada, de recorrer con él su camino, de vivir en su cercanía. Es un llamado triple. Una invitación de amor,

porque Cristo no obliga sino que ofrece su mano. Él espera nuestra respuesta de amor.

  • ¿A quién perteneces, a quién pertenece tu vida? (Vivir en el espíritu de virginidad)
  • ¿Para quién trabajas en tu vida? (Vivir en el espíritu de pobreza)
  • ¿A quién escuchas en tu vida? (Vivir en el espíritu de obediencia) Nuestra respuesta se hace concreta en un estilo de vida mariano que lleva la impronta de ese llamado de Cristo.

Vida en concreto
Vivir en el espíritu de virginidad

La asistencia a la celebración diaria de la Eucaristía es importante para mí porque el encuentro con Cristo da fuerza a mi alma.


Amar a Cristo como María, pertenecerle, vivir en su seguimiento y contribuir a la plasmación del Reino del Padre, esos son mis deseos. El Reino del Padre comienza en mi corazón y en el lugar donde vivo. Me abro a las inquietudes y a los sufrimientos de nuestro tiempo y de mis semejantes y extraigo de los períodos de silencio y de adoración nueva orientación y nuevas fuerzas para las tareas que se me han confiado. Pido la bendición de Dios y le doy gracias por la actividad apostólica y por toda vida que hay en su Creación. Aun con toda nuestra apertura al mundo, necesitamos como contrapeso el espíritu de interioridad y de unión con Dios. Por eso, dentro de la comunidad hacen falta siempre algunas que, en representación del conjunto, se abran de forma especial a la llamada interior a la adoración y a la alabanza a Dios y orienten su vida de ese modo.


El deseo de llevar una vida según los consejos evangélicos se vio cumplido para mí a través de la pertenencia a la Federación de Mujeres de Schoenstatt. Este llamado significa para mí plasmar con alegría la vida cotidiana en el seguimiento de Jesucristo. Quisiera dar testimonio del amor de la Trinidad, ese amor que está presente en el mundo comunicando la salvación.
Como somos una comunidad laical y, por tanto, no tenemos hábito religioso sino que sólo el anillo documenta nuestra pertenencia a la comunidad, tengo una especial responsabilidad en relación con nuestro estilo de vida en el encuentro con otras personas, sobre todo en el lugar de trabajo.
Desde hace 35 años vivo y trabajo en la casa parroquial, donde también vive un sacerdote. Primeramente, trabajé como asistente titulada de pastoral y, desde hace algunos años, atiendo también los quehaceres domésticos de la casa parroquial. A veces, esa convivencia y cooperación con el sacerdote es objeto de sonrisas pícaras o se la enloda con comentarios de doble sentido. Por eso otorgo mucha importancia al cultivo de una atmósfera positiva, abierta y sincera en la que pueda percibirse algo de la cercanía de Dios. En eso me ayuda el arraigo y el cobijamiento en mi comunidad espiritual y el esfuerzo y la lucha de cada día, sobre todo por vivir el espíritu de la virginidad por amor a Cristo. Son muchas las posibilidades que se me ofrecen al respecto. Por ejemplo:

  • tratar a las personas con alegre cordialidad,
  • escucharlas con apertura y atención,
  • estar dispuesta a conversar poniendo interés en lo que me comunican y conservando después en el corazón las cosas que se me confían,
  • recibir con benevolencia visitas inesperadas,
  • aunque con naturalidad, tener una actitud de respeto y mantener una distancia apropiada frente al sacerdote,
    plasmar la atmósfera de la casa y de su entorno con creatividad y buen gusto,
  • vivir con serena jovialidad en medio de los quehaceres domésticos cotidianos,
  • llevar en silencio las preocupaciones y problemas así como las alegrías ante la presencia de la Trinidad en la oración,
  • soportar una cierta soledad a través del cultivo de una profunda vinculación a Jesucristo.

Cada día trae consigo una nueva prueba y un nuevo desafío en el sentido de darle a Él, que me ha llamado, mi respuesta de amor, de transmitir a los demás su paz y de irradiar alegría.

Federación de Mujeres de Schoenstatt, Planta crece de la pobreza de piedra

Vida en concreto
Vivir en el espíritu de pobreza

La foto muestra una planta que crece en una pared.

Espontáneamente queremos sacarlo. Altera nuestro orden.

Pero también nos muestra lo poco que se necesita para la vida verde: un poco de agua, unos pocos nutrientes, apoyo para las raíces.

A menudo buscamos las condiciones óptimas o nos esforzamos por conseguir muchas cosas para hacer nuestra vida más bella. Los pequeños comienzos son suficientes. Dios hace algo grande si lo permitimos y reconocemos que no tenemos tanto bajo control.

Y a veces es importante que nuestros muros humanos se rompan, que dejemos de lado nuestras ideas y certezas: A menudo, ésta es la única manera de que una vida plena sea posible, para nosotros y para los demás.


A raíz de una mudanza tuve que pagar durante varios meses dos alquileres simultáneos y limitarme así en los gastos. Esa circunstancia me hizo reflexionar cuántas personas viven constantemente en dificultades económicas y no pueden prever una finalización de su problema. Darse cuenta de ese hecho despierta en mí la gratitud y la confianza para con Dios y me ayuda a ver nuevamente el valor de cada cosa: muchas de las que me hacen feliz no pueden comprarse con dinero.


Casi a diario encuentro en mi buzón de correo invitaciones a hacer donaciones, enviadas por las más diferentes organizaciones de ayuda y órdenes religiosas, que me presentan la miseria que sufre el mundo. ¡Cuántos padecimientos hay en el mundo! ¡Seres humanos sin hogar, viviendo en chabolas y basurales, sin alimento suficiente ni agua potable, sin posibilidades de educación, sin atención médica, abandonados y sin ayuda! ¡Dios santo, y qué bien me va a mí! Un africano en busca de asilo político decía, llorando: “¿Por qué tuve que nacer en África?” Esa pregunta me pesa en el alma. ¿Por qué nací yo aquí? No es mérito mío, sino un regalo, un don por el que nunca podré agradecer en medida suficiente. Pero ¿cómo puedo agradecer? No puede ser sólo con palabras, tiene que haber también signos de agradecimiento, signos que me recuerden el esfuerzo por la solidaridad, por el espíritu de la pobreza, de la sobriedad. ¿Cómo se da eso, en concreto?
Por ejemplo, en el sí a la vivienda que alquilo – contra el consejo de mis amigos –, en un edificio antiguo y de aspecto insignificante. O en las costumbres alimentarias: ¿es necesario tener un trozo de pastel todas las tardes? ¿Puedo renunciar alguna vez a una comida? O con la ropa: ¿es necesario que renueve mi guardarropa con cada nueva temporada? Periódicamente hago una contribución material a proyectos de ayuda de la Iglesia en un valor equivalente a lo que gasto para cosas personales como, por ejemplo, medicamentos o asistencia a eventos. Lo hago considerando que estoy invitando a esos eventos a alguien que no tiene la posibilidad de acceder a tales cosas. Mensualmente aporto una suma fija a una acción de apadrinamiento infantil, a fin de que, por lo menos, uno más de ellos pueda estar atendido.
No siempre me resulta fácil hacerlo. Pero son pequeños signos y expresan mi esfuerzo por seguir el consejo de Jesús que dice: “No amaséis tesoros en la tierra” (Mt 6, 19).

 

Vida en concreto
Vivir en el espíritu de obediencia

¿Obediencia familiar? ¿Qué es eso, en la práctica? – Yo estaba participando de una charla dada para un círculo de miembros de nuestra comunidad por una Hermana de María de Schoenstatt procedente de Chile. La Hermana buscaba personal docente para la escuela que su Instituto tiene en Santiago de Chile. Hablaba de las expectativas y condiciones para ocupar el puesto. Yo escuchaba y sentía que todo acertaba en mi persona, y así comenzó una lucha interior. Por un lado, “Dios llama”, y por el otro, “yo no quiero”.
Así, comencé a reunir todos los argumentos que podía en contra de mi participación. Después, me dirigí, segura de obtener la victoria, a pedir consejo a la dirección de nuestra comunidad, esperando que me desaconsejaran partir a Chile. ¡Pero fue lo contrario! Se me rebatieron todos los argumentos pero se me dejó la libertad de tomar yo sola la decisión. Sólo se me dijo que sería bueno que alguien de nuestra comunidad fuese a ese país y conociera la situación. Pero quedaba librado a mi decisión. ¡Peor que una orden!
Yo era miembro de nuestra comunidad, la amaba, conocía sus deseos y sentía que compartía la responsabilidad por sus inquietudes. Dos frentes se mantuvieron en lucha en mi interior durante semanas y me hicieron derramar secretas lágrimas. No quería partir pero sentía que Dios estaba detrás de la propuesta y que esperaba algo de mí. Eso hacía tanto más difícil la lucha. Finalmente, me expuse conscientemente al llamado y dije mi sí con libertad. A partir de entonces no derramé más lágrimas, desapareció mi angustia, nada de eso quedó en mí. Empaqué mis cosas y viajé a Chile: por cinco años estuve al servicio de la familia, para su alegría y bendición. ¡Cinco hermosos años!
Me habían dicho: ¡ve, que la familia va contigo! Y eso mismo es lo que experimenté.