quienes somos

Mi camino vocacional

El llamado de Dios es algo muy personal, y también lo es el camino por el que Dios conduce a cada persona para seguir su vocación y alcanzar la felicidad en su vida.
Mi camino vocacional es único, irrepetible. Cuando escuchamos el relato de alguna federada acerca de su camino a nuestra comunidad, siempre aparece en él algo de la ocurrente riqueza de Dios.
Él encuentra caminos para salirnos al encuentro e invitarnos a la alianza con él. Dios ha escrito con cada una de nosotras su propia historia de amor, y la sigue escribiendo día a día.

Mi camino vocacional:

Jirina Kolárová

(1920-2009), República Checa

Después de concluir en 1939 mis estudios secundarios, comencé a estudiar matemática y física en Praga. En noviembre de ese mismo año, las universidades checas fueron clausuradas y tuve que regresar a casa. Durante la guerra, di clases de religión en una escuela de mi pueblo natal. Fueron años decisivos para mi vida espiritual: mi relación con Dios creció, me fui haciendo más fervorosa en la vida religiosa, mi amor a María se hizo más fuerte. En ese tiempo recibí las primeras informaciones sobre el movimiento de Schoenstatt a través de nuestros vicarios parroquiales, pero ese no fue todavía el verdadero impulso para un interés más profundo. Después de la guerra retomé los estudios en Praga, donde conocí al P. Václav Soukup, que se convirtió en mi confesor. Este sacerdote, que había estado con el fundador de Schoenstatt en el campo de concentración de Dachau y que estaba en contacto con el primer sacerdote schoenstattiano checo, P. Petr Stepánek, y con las Hermanas de María de Chequia, me contó acerca de la Santísima Virgen y del movimiento de Schoenstatt, y me cautivó. Quedé entusiasmada, y quería ser Hermana de María. Con gusto hubiese partido hacia Schoenstatt pero una enfermedad, un caso de fallecimiento en mi familia y otros acontecimientos desfavorables lo impidieron. El P. Soukup me dio ánimos y me contó que en Schoenstatt existe también otra forma de comunidad: la Federación, aunque, para esta opción, son necesarias varias interesadas que, al iniciar el período de formación, constituyan un curso. Pero yo estaba sola. El P. Soukup me animó a no abandonar el objetivo y a buscar en mi entorno a otras mujeres aptas para esa comunidad. Un fuego se encendió en mi interior y, con espíritu apostólico, logré conquistar a otras dos mujeres.

Tras la preparación a través del P. Soukup y del P. Stepánek, que no fue prolongada porque las circunstancias políticas del país estaban empeorando, llegó el 28 de octubre de 1950, un día muy importante para nosotras.
Ese día, en que la Iglesia celebraba la fiesta de Jesucristo Rey, hicimos nuestra consagración de admisión frente a los dos sacerdotes. Cristo había tomado posesión de nuestros corazones.

El tiempo del comunismo trajo consigo una persecución de la fe: el P. Soukup debió emigrar, al P. Stepánek le esperaba la prisión, y yo perdí mi puesto de trabajo como maestra en la escuela media. Ya no era posible mantener un contacto directo y era difícil encontrarse y actuar apostólicamente. Estábamos agradecidas por cada información que nos llegaba, a veces por intrincados caminos. Sólo podíamos realizar de forma clandestina nuestra pertenencia a Schoenstatt y a la Federación Federación de Mujeres. No obstante, durante esos años pude reunir en torno a mi persona a un grupo de mujeres que, gracias a la conducción de Dios, consolidaron los fundamentos de la Unión Apostólica Femenina en nuestro país. Así fue como crecimos en secreto y bajo las más difíciles circunstancias. A fines de la década de 1970 se abrieron caminos para tomar contacto con la dirección de la comunidad en Schoenstatt a través de miembros de la Federación de Mujeres de la ex República Democrática Alemana. Poco antes de la caída del régimen comunista se me concedió el regalo de poder estar por primera vez en el origen de Schoenstatt y experimentar así por mí misma el lugar de gracias. ¡Agradezco a Dios por todo!

Mi camino vocacional:

Gabriele Hießberger, doctora en medicina,

nacida en 1956, Austria

Es una satisfacción para mí rememorar una y otra vez llena de gratitud y alegría cómo Dios entró en mi vida a través de su Madre, y cómo ese hecho modificó mi vida de forma radical.
Me encontraba en lo que suele llamarse una “crisis”. Era una médica joven, tenía una buena profesión, que me llenaba personalmente. Vivía en una de las regiones más hermosas de Austria, tal como siempre lo había soñado. Tenía una hermosa familia, amigos muy queridos, viajaba mucho, estaba siempre en movimiento, pero… no sabía dónde debía llegar a puerto la barca de mi vida. No veía un sentido último en todo lo que vivía y, al mismo tiempo, anhelaba con gran intensidad descubrir ese sentido.
Mi madre había muerto hacía algunos años. El jefe del departamento médico en el que yo trabajaba la había visitado a menudo en el hospital antes de su muerte. Eso me había tocado mucho. Yo quería llegar a ser humana como él. Posteriormente me enteré de que pertenecía a una comunidad espiritual católica. Él me promovió mucho personalmente en mi trabajo. Gracias a él conocí también a otras personas de su comunidad. De ellas me impresionó especialmente una mujer, profesional universitaria como yo. Era simpática, tenía una forma de darse que transmitía seguridad, estaba siempre bien vestida, trabajaba como docente de enseñanza preuniversitaria y vivía en su entorno con plenitud y gran seguridad su fe de cristiana católica. Era la primera vez que tenía contacto con una mujer que, sin ser distante y orgullosa ni asumir ningún cliché, vivía su vida laical cotidiana como auténtica cristiana. Ese ejemplo me atrajo, y comencé a interesarme.
Más o menos por la misma época tomé contacto por primera vez con Schoenstatt a través de mis amigos. Al comienzo tenía una postura más bien escéptica, pero al mismo tiempo me gustaron las pláticas que en esa ocasión dictó para nosotros un Padre de Schoenstatt. Pero no porque mis mejores amigos estuviesen tan entusiasmados lo estaba yo también. Primeramente, quería analizar el asunto. No obstante, me sentía interesada porque, incluso como médica, nunca antes había oído, en pedagogía y psicología del hombre, nada que fuese comparablemente positivo y cercano a la vida como lo que acababa de escuchar en Schoenstatt, y eso incluso de una forma que podía comprender cualquiera que se ocupara del tema. Pero no quería asumir ningún compromiso, no quería dejarme poner nada “encima” sin estar identificada. Mi libertad era muy importante para mí.
En ese tiempo fui por primera vez con una amiga al centro nacional de Schoenstatt en Austria, situado sobre la colina del Kahlenberg, cerca de Viena. Fuimos al santuario, y mi amiga me señaló la imagen de María de Schoenstatt. No me gustó mucho. Mi amiga me presentó también a una Hermana de María que desarrollaba su actividad en el centro. La Hermana dijo después de nuestra conversación a mi amiga: “Esta mujer es para la Federación”. Lo recuerdo aún hoy porque también mi amiga sabía que yo no veía demasiadas cosas positivas en Schoenstatt. Lo que decía la Hermana era, por tanto, impensable. Hoy, ambas nos hemos dado cuenta de que no lo era.
Dos años después, cuando el jefe del departamento médico que había visitado a mi madre antes de morir cayó también mortalmente enfermo, le llevé una velita de un santuario mariano al que había ido. Él me señaló la imagen de María y me dijo: “Ella es muy importante para nosotros”. ¿Fue en ese momento o ya al morir mi madre que María tomó por vez primera contacto conmigo con consciencia de mi parte? En aquel momento le pedí, por así decirlo “de mujer a mujer”, que condujera bien a mi madre al otro mundo.
Schoenstatt se convirtió cada vez más en aquello con lo que podía identificarme personalmente por completo, y sin presión alguna. Me había gustado mucho el que la libertad del ser humano tuviese un valor tan alto para Dios. Participé en una peregrinación a Schoenstatt para conocerlo más de cerca y hacerme una idea más acabada. La eclosión de mi encuentro con Schoenstatt se produjo más tarde, cuando, bajo la presión de esa crisis existencial que tanto me hacía sufrir, tomé contacto con un Padre de Schoenstatt. Había hablado ya con mucha gente muy “inteligente”, entre ellos también con psicólogos y sacerdotes, pero en esa ocasión experimenté por primera vez lo que significa ser asumida totalmente como persona en el propio ser, y ser objeto de una alta estima por parte de Dios. Me enteré de que ese era el estilo del P. Kentenich. Y fue para mí como una redención. Algo muy importante había acontecido en mi vida: podía iniciarse la sanación de mi propio yo. Quería aprenderlo. Ya sólo por mi ética profesional reconocía el valor incalculable de mi sanación interior.
Muy pronto después de esa decisión fundamental a favor de Schoenstatt tomé también la decisión de unirme a una de las comunidades femeninas de Schoenstatt. En una conferencia había conocido a una docente austríaca que pertenecía a la Federación de Mujeres y que me había impresionado mucho. Ella había captado mi interés. Acepté acudir a encuentros mensuales con otras dos mujeres jóvenes a fin de familiarizarnos con la espiritualidad de Schoenstatt. Al mismo tiempo, descubrí en mi lugar de residencia, nuevo para mí en ese entonces, una ermita con un cuadro de la Mater Ter Admirabilis. Era una promesa. De alguna manera, tuve la impresión de que la Santísima Virgen tenía previsto algo importante conmigo y con mi tierra.
Me aconsejaron ir a Schoenstatt para hacerme una idea propia de las diferentes comunidades femeninas y buscar el espíritu del fundador. Así lo hice. Todas las comunidades me gustaron, y quedé muy impresionada por esa multiplicidad de vida que, en el fondo, era siempre la misma. Sólo una cosa se destacaba con gran nitidez: la conversación en la Unión Apostólica Femenina me había tocado el fondo del corazón: “Vínculos, sólo los necesarios; libertad, lo más posible”. Una vida según los consejos evangélicos en medio del mundo, por responsabilidad propia, sin muchos vínculos. Siempre había sido una “avecilla libre”, y la visión de la Unión me había gustado naturalmente, a pesar de que, por otra parte, quería ponerme a disposición con mucha más fuerza. Por un lado, quería permanecer en el lugar para el que se me había destinado y dedicarme a mi trabajo pero, por el otro, también quería unirme a una comunidad que persiguiera conmigo la misma meta. Y cuando vi en la piedra fundamental del santuario de la Unión la representación de la pequeña mano llevada hacia arriba por la gran mano de Dios, mi convicción se hizo total. Desde siempre me había “perseguido” esa imagen. Era para mí la imagen del cobijamiento, del hogar. A pesar de que, en comparación, mi visita a esa última estación de mi recorrida, a la Unión Apostólica Femenina, había durado sólo unas pocas horas, ese contacto fue el decisivo para mi vida. Así lo sentí, pero igualmente me tomé algunas semanas de tiempo para revisar una vez más mi decisión, tomada en realidad de forma bastante rápida. Hasta el día de hoy no me he arrepentido de ella en ningún momento. He encontrado el puerto donde anclar mi barca. Mi alegría permanece y hasta crece, lo que constituye un signo inequívoco de que esa decisión fue la correcta.

Mi camino vocacional:

María Brinkmann

nacida en 1958, Alemania

Nací en una familia de cuño católico, y se me dio el regalo de vivir una hermosa infancia y juventud. A través de la experiencia tenida en la familia en el sentido de que la fe auténtica debe traer consecuencias prácticas para la vida cotidiana, creció en mí una disposición apostólica. Así se hizo fuerte en mí el anhelo de transmitir a los hombres algo de mi fe.
Ya en fecha temprana tuve un gran interés por las cuestiones religiosas.
Un día leí la vida de un santo. Esa lectura me llegó profundamente y ya no me dejó en paz.
Sentía que Dios me llamaba. Dieses Erlebnis war etwas unaussprechlich Großes. como si fuera hoy. Así se desarrolló en mí la convicción de que debía permanecer libre de obligaciones humanas, concretamente, de la preocupación por una familia propia,
para poder anunciar a la mayor cantidad posible de personas el amor de Dios. Mi decisión por una vida de consagración virginal se hizo cada vez más firme.
Comenzó entonces mi búsqueda interior de una comunidad espiritual con otras mujeres de mi edad. Sin embargo, parecía ser que las jóvenes de mi edad no tenían interés por contenidos espirituales. Además, me preguntaba: ¿debo entrar en una orden religiosa? No podía decidirme a hacerlo. Algo me detenía. Y no conocía otro tipo de comunidad religiosa.
La larga búsqueda me puso descontenta, hecho que se notaba también hacia fuera. Ya no veía posibilidad alguna para mí. Pero no podía ser que no hubiese para mí ningún lugar. Por fin, abandoné la búsqueda y cambié mi actitud: en la oración, dejé mi camino de vida en manos de Dios.
Hacia el fin de mi formación profesional como enfermera se dio un cierto contacto con una mujer que trabajaba en la cafetería del hospital. Pertenecía al movimiento de Schoenstatt, que en ese entonces yo no conocía todavía. Sólo recordaba de Schoenstatt algunas cosas que me habían contado del lugar de peregrinación. A través de pequeños acontecimientos experimenté la conducción paterna de Dios. Él me fue acercando lentamente a Schoenstatt. Una integrante de la Federación de Mujeres puso gran dedicación personal en ese acercamiento mío a Schoenstatt, de modo que fui captando el perfil de un movimiento con la multiplicidad de sus diferentes formas de vínculo y con su misión común. Eso me hizo aguzar los sentidos: ¿acaso sería algo para mí? A fin de obtener más claridad fui personalmente al lugar de origen de la comunidad. Mi decisión por la Federación de Mujeres de Schoenstatt se dio en última instancia por la experiencia que hice con las personas. Lo decisivo para mí fue la forma de vínculo con la idea de libertad, y la personalidad paternal del fundador. ¡Encontré lo que siempre había buscado!